LOS ÁNGELES CUSTODIOS Y OTROS PROTECTORES INVISIBLES

 




LOS ÁNGELES CUSTODIOS


Y OTROS PROTECTORES INVISIBLES

 

Charles W. Leadbeater


 

 

Uno de los más hermosos caracteres de la enseñanza teosófica, a mi entender, es que devuelve al hombre las más útiles y saludables creencias de las religiones que ha abandonado. Hay muchos hombres que, creyendo que no deben resolverse a aceptar algunas de las más usuales, miran, sin embargo, volviéndose atrás, con algún sentimiento, las más hermosas ideas que tuvieron en su infancia.
 
Surge en ellas como un crepúsculo lleno de luz, y reconociendo el hecho, no pueden volver a su primitiva actitud como desean, aunque sean amables esas visiones del crepúsculo y la misma claridad no sea tan fuerte comparativamente con sus más bajos tonos. La teosofía viene, pues, en auxilio de esos hombres y les muestra que toda la gloria, la belleza y la poesía, vislumbres que oscuramente han columbrado en ese crepúsculo, existen como realidades vivas, y que en vez de desaparecer ante la luz del día, sus esplendores se extenderán con mayor intensidad por ella.
 
Esta enseñanza les devolverá su poesía sobre una nueva base, fundada en hechos científicos en vez de estarlo sobre una tradición incierta.
 
Un buen ejemplo de ello puede suministrarse con la que emprendo bajo el título de:
 
LOS ÁNGELES CUSTODIOS
Y OTROS PROTECTORES INVISIBLES.

Hay una infinidad de preciosísimas tradiciones acerca de la custodia espiritual y de la mediación angélica que habrán por igual de creerse, si podemos verlos únicamente en nuestro camino para aceptarlos de un modo racional. He aquí lo que espero explicaros esta noche con cuanto su extensión lo consienta.
 
La creencia en semejante intervención es verdaderamente antiquísima. En las más primitivas leyendas de la India hallamos huellas de apariciones de las deidades menores en los momentos más críticos de los asuntos humanos.
 
Los poemas griegos están llenos de historias semejantes, y en la misma historia de Roma leemos que los dioses gemelos Cástor y Pólux guiaron los ejércitos de la naciente República en la batalla del Lago Régilo. En la Edad Media consignaremos que Santiago auxilió a las tropas españolas para que venciesen (1), y son muchos los cuentos de ángeles que vigilan sobre el piadoso caminante o que intervienen en el crítico momento protegiéndole con su brazo.
 
Es una “mera superstición popular”, dicen bastantes personas. Quizá; pero donde quiera que encontramos una superstición popular muy extendida y arraigada, hallamos también por modo invariable algún rastro de verdad; verdad torcida y exagerada, si se quiere; pero verdad al fin. Y éste es el caso de nuestro ejemplo.
 
La mayor parte de las religiones hablan al hombre de ángeles custodios que están cerca de él en tiempos de aflicción y de trastorno. El Cristianismo no se exceptuó de esta regla; pero por sus pecados cayó sobre la cristiandad la tempestad que por una extraordinaria inversión de la verdad se llamó la Reforma, y por cuya espantosa explosión hubo numerosísimas pérdidas, de las que en gran parte no nos hemos resarcido todavía. Que existía un terrible abuso y que la Iglesia necesitaba una reforma, no he de ponerlo en duda; es más: seguramente fue un verdadero castigo celeste por los pecados que había perpetrado. Así el llamado Protestantismo vació y obscureció el mundo de sus secuaces, porque entre muchas extrañas y tristes falsedades se encargó de difundir la teoría de que nadie ocupa los infinitos escalones que median entre lo divino y lo humano. Nos ofreció la extraña concepción de una constante y caprichosa oposición del Gobernador del universo con el actor de sus propias leyes y el resultado de sus propios decretos, y esa frecuencia en la súplica de sus criaturas, que aparentemente presumen conocer mejor que Él lo que les conviene.
 
Sería imposible. Si uno pudiera llegar a creer tal cosa, desterrar de la mente la idea de que si tal oposición existiese, sería, en verdad, parcial e injusta. En teosofía no tenemos tal pensamiento, como ya he dicho en otra parte; tenemos nuestra creencia en una perfecta justicia divina, y por eso reconocemos que no puede haber intervención alguna, a menos que la persona auxiliada haya merecido tal ayuda. Pero aun entonces, no será por una directa intervención divina, sino por medio de aquellos agentes.
 
Sabemos también por nuestro estudio y nuestra personal experiencia que hay muchos escalones intermedios entre lo humano y lo divino. La antigua creencia en los ángeles y arcángeles está justificada por los hechos, pues así como existen varios reinos inferiores a la humanidad, los hay también que están por encima de ella.
 
Y los que están sobre ellos mantienen la misma posición sobre nosotros que nosotros respecto del reino animal. Sobre nosotros está el gran reino de los devas o ángeles, sobre ellos otra evolución que ha sido llamada la de los Dhyan-Choans, - aunque se dé este nombre a otros órdenes más inferiores -, y así progresivamente hasta llegar a las gradas de lo Divino. Todo es una gradación vital desde el propio Logos hasta el polvo que hay bajo nuestros pies; y de esa gran escala, la humanidad no es más que uno de sus escalones. Hay muchos peldaños por debajo y por encima de nosotros, y cada uno de ellos está ocupado. Sería absurdo que supusiéramos que constituimos la más elevada forma del desenvolvimiento; la última etapa de la evolución. El que aparezcan en la humanidad hombres mucho más avanzados, muéstranos un estado superior y nos da un ejemplo que imitar. Hombres como el Buddha, como el Cristo, y como tantos otros menos ilustres, ofrecen ante nuestros ojos un gran ideal, que, trabajando, puede conseguirse por nosotros en el presente.
 
Ahora bien: si las intervenciones especiales en los asuntos humanos pueden efectuarse, ¿hemos de considerar a las huestes angélicas como los probables agentes empleados en ellas? Algunas veces, pero muy raramente, porque esos elevados seres tienen un propio trabajo que cumplir, relacionado con su lugar en el poderoso esquema de las cosas, y apenas si tienen relación o mediación con nosotros. Sin embargo el hombre inconscientemente, es por modo extraordinario tan fatuo, que se siente inclinado a pensar que todos los grandes poderes del universo deben estar vigilando sobre él y prontos a socorrerle, así en sus sufrimientos como en su propia locura o ignorancia. Olvida que no obra como una providencia bienhechora acerca de los reinos inferiores, y que no sale de su camino para adelantarse y ayudar a los animales. A veces representa para ellos como el papel del demonio según la ortodoxia, y destruye sus vidas vigorosas e inocentes que tortura y frívolamente consume para satisfacer tan sólo su degradado deseo de crueldad, bajo la convenida denominación de deporte. En otras ocasiones les mantiene en la esclavitud, y si les manifiesta algún cuidado, es sólo porque trabajan para él. Nada hace, empero, para que adelanten en su evolución en abstracto. ¿Cómo puede esperar, pues, de los seres superiores lo que está muy lejos de hacer con los que se hallan un peldaño más bajos?
 
Bueno fuera que el reino angélico se entrometiese en sus propios negocios, no teniendo más noticias nuestras que las que tenemos nosotros de los gorriones de un árbol. Puede ocurrir, sin embargo, que un deva auxilie en alguna tristeza humana o en alguna dificultad al que le mueva a piedad; y podrá ayudarnos, justamente, como debemos empeñarnos en asistir a un animal en un contratiempo, pero seguramente su poderosa visión reconocerá de hecho, que en el presente estado de evolución semejantes intervenciones pueden, en la mayoría de los casos, producir infinitamente más daño que bien. En las más remotas edades el hombre fue con frecuencia protegido por esos extraterrestres agentes, porque entonces no era aun nuestra infantil humanidad capaz de recibir las enseñanzas de los maestros; pero ahora que hemos llegado a la adolescencia hemos de suponer que nos hallamos en un estado en el que podemos proveernos de guías y protectores entre nuestro propio rango.
 
Hay además otro reino en la naturaleza que es muy poco conocido: el de los espíritus naturales o el de las hadas. Aquí también la tradición popular ha conservado la huella de la existencia de una suerte de seres que la ciencia no conoce. Se les ha dado una infinidad de nombres: ninfas, gnomos, elfos, duendes, silfos, ondinas, huestes, etc., etc.; y pocos países hay en los que la demótica no los halle. Son seres que poseen un cuerpo astral o etéreo, y que, por lo tanto, sólo bajo ciertas circunstancias pueden hacerse visibles al hombre. Por lo general evitan su vecindad, pues no gustan de sus salvajes  explosiones de pasión y de deseo; así es que por lo común se ven en algún sitio solitario y por algún montañés o algún pastor, que hacen sus trabajos lejos del importuno trajín de las gentes, y a veces ha ocurrido que una de esas criaturas ha llegado a unirse a algún ser humano y le ha consagrado sus servicios como vemos en las historias de los montañeses de Escocia; pero apenas, del mismo modo, puede esperarse una asistencia inteligente de entidades de esa clase (2).
 
Un auxilio tallo prestan los grandes adeptos, los Maestros de Sabiduría, hombres como nosotros, pero tan altamente evolucionados, que podemos considerarlos como dioses por sus poderes, su sapiencia y su compasión. Ellos se consagran por completo al trabajo de ayudar la evolución. ¿Pueden de un modo igual intervenir en los acontecimientos humanos alguna vez? Ocasionalmente acaso, pero de un modo excepcional, porque tienen otras cosas más grandes que hacer.
 
El ignorante llega a creer que los adeptos deben venir a las grandes ciudades y socorrer al pobre; digo el ignorante, porque sólo uno excesivamente ignaro e increíblemente presuntuoso se aventura a dictar una conducta a los que son infinitamente más sabios y más grandes que él. El hombre sensato y modesto realizará lo que aquellos ordenen por su buena razón, e injuriarlos sería el colmo de la estupidez y la ignorancia. Tienen una misión propia que realizar sobre planos más elevados; y así comunican directamente con las almas de los hombres y brillan sobre ellos como el rocío sobre las flores, llevándolas hacia arriba o adelante, lo que es una obra mucho más grande que curar, cuidar y alimentar los cuerpos, aunque esto también pueden hacerlo quizá. El emplearlos, pues, en actuar sobre el plano físico, sería despilfarrar una fuerza infinitamente mayor que la que pusieran nuestros más doctos hombres de ciencia en romper las piedras de un camino, a pretexto de que iba a resultar un bien para el mayor número, porque el trabajo científico no aprovechará inmediatamente a los pobres. No proviene ciertamente del adepto una intervención física semejante, pues está muy lejos de emplearla a diario.
 
Los adeptos proceden de dos clases y en muchos casos son hombres como nosotros mismos y no muy lejos de nuestro propio plano. La primera categoría la constituyen lo que llamamos los muertos. Imaginámoslos como muy lejos; pero eso es una ilusión. Están muy cerca de nosotros, y aunque en su nueva vida no puedan generalmente ver nuestro cuerpo físico, pueden ver y ven nuestro vehículo astral, y por eso conocen nuestros sentimientos y nuestras emociones. Así saben cuando estamos angustiados, cuando necesitamos ayuda y hasta procuran facilitárnosla. Hay, pues, un número enorme de positivos protectores que pueden ocasionalmente intervenir en los asuntos humanos. De un modo ocasional, pero no muy a menudo, pues el muerto procura adiestrarse en sí mismo, y así pasa rápidamente sobre lo que toca a las cosas terrenales; por eso los más altamente desenvueltos, como los hombres más útiles, son precisamente aquellos que han abandonado la tierra más pronto. Hay, empero, casos indudables en que los muertos han intervenido en los negocios humanos, y es verdad también que tales casos son más numerosos de lo que imaginamos, pues en muchos el hecho ha sido el resultado de una sugestión en la mente de alguna persona viva aún sobre el plano físico, que ignoraba el origen de su feliz inspiración. Algunas veces, pero también muy raras, es necesario para el muerto la solicitud de aquel a quien ha de mostrarse, y es solamente entonces para que los que son tan ciegos sepan su buena intención hacia ellos. Por lo
demás, no pueden mostrarse siempre a voluntad de uno; hay ocasiones en que emplearían su protección, pero están incapacitados para efectuarlo y no siempre sabemos la oportunidad de su sacrificio. Hay muchísimos otros casos y algunos de ellos han sido referidos ya en mi obra: Al otro lado de la muerte.
 
La segunda categoría entre las que hemos establecido en los protectores, la constituyen aquellos que son capaces de actuar conscientemente sobre el plano astral aun mientras viven, o quizá diríamos mejor, mientras se hallan en su cuerpo físico, pues las palabras vivo y muerto se emplean muy impropiamente en el lenguaje ordinario.
 
Estamos nosotros, sumergidos como nos hallamos en esta materia física, encerrados en la oscura y malsana niebla terrestre, cegados por el pesado velo que impide llegar hasta nosotros la luz y la gloria que resplandece a nuestro alrededor; somos seguramente los verdaderos muertos, y no aquellos que han arrojado a su tiempo el fardo de la carne y permanecen entre nosotros radiantes, regocijados, fuertes, mucho más libres y mucho más capaces que nosotros.
 
Aquellos que en el mundo físico han aprendido a usar del cuerpo astral, y en algunos casos también del cuerpo mental, son usualmente los discípulos de los grandes adeptos ya mencionados. No pueden ejecutar la obra que los Maestros hacen, pues sus facultades no están desenvueltas todavía, ni pueden aún actuar libremente sobre aquellos planos sublimes donde aquellos producen sus magníficos resultados; pero pueden hacerlo a veces en los planos más inferiores, y están buenamente dispuestos a servir en cualquier camino los mejores pensamientos de Aquellos y a emprender tal obra como está en su poder. Así a veces ocurre que viendo alguna desgracia o algún sufrimiento humano, que pueden aliviar con gusto, intentan lo que pueden hacer por él. A menudo pueden auxiliar a un vivo como a un muerto; pero hemos de recordar siempre que lo hacen bajo ciertas condiciones. y cuando tal poder y tal instrucción lo confieren a algún hombre, lo hacen también condicionalmente. Nunca usará de ellos egoístamente, ni los ostentará a la mera curiosidad, ni los empleará en averiguación de los negocios ajenos, ni hará lo que se llaman experimentos en las sesiones espiritistas; es decir, que no deberá hacer nada que pueda tomarse como un fenómeno sobre el plano físico. Podrá, si lo prefiere, enviar un mensaje a un muerto; pero está lejos de su poder el devolverlo de un muerto a un vivo sin las directas instrucciones del Maestro. Pues el conjunto de los protectores invisibles no constituye en sí mismo un ministerio de policía, ni una agencia de información astral, sino que sencilla y tranquilamente hace tales obras como es dado hacerlas y como lo hacen.
 
Mucha gente piensa que la protección en este sentido puede ser perjudicial, temiendo una colisión con el actor de la gran ley de la Divina Justicia. Es en verdad una idea extraña suponer que el hombre contienda con la ley. Todos sabemos cuan a menudo sucede que nos empeñamos con todas nuestras fuerzas en auxiliar a un compañero, aun siendo incapaces realmente de hacer algo bueno por él. Este es un caso claro en el que no está en el destino del hombre que sea ayudado y así no podrá hacerse nada en beneficio suyo. Aun entonces nuestro esfuerzo no se perderá, aunque no se produzca el efecto que hemos intentado. Esa tentativa siempre nos producirá un gran bien a nosotros mismos, y podemos asegurar también que producirá alguno en quien hemos tratado de auxiliar, aunque lo deseado no se haya cumplido justamente como hubiéramos querido. Es totalmente verdad que nadie puede obtener remisión de sus propias faltas, y que en toda desdicha recae en uno el resultado de un crimen cometido en otro tiempo. Pero esto no es una razón para aminorar nuestro esfuerzo en auxiliar a alguno.
 
Si sabemos que puede llegar al extremo del necesario sufrimiento, que ha de pagar justamente sus deudas y que necesita de una mano auxiliadora que le levante del lodazal, ¿por qué no hemos de ser nosotros la mano que haga esa buena obra? No hemos de temer jamás que nuestras débiles tentativas pugnen con las leyes de la Naturaleza, o que produzcan el menor embarazo a aquellos que las administran.
 
Veamos como un hombre es capaz de hacer tal obra y de dispensar la protección que hemos descrito; así comprenderemos cuales son los límites de su poder y veremos cómo nosotros mismos podemos, en alguna extensión, conseguirlos. Debemos primeramente pensar cómo el hombre deja su cuerpo en el sueño. Abandona el cuerpo físico de manera que queda en completo reposo; pero él mismo, su alma, no necesita descansar, porque no siente fatiga, y únicamente el cuerpo físico es siempre el que se cansa. Cuando hablamos, así, de la fatiga mental, no nos expresamos realmente bien, pues el cerebro, pero no la mente, es quien se cansa. En el sueño, pues, el hombre utiliza sólo su cuerpo astral en vez de su cuerpo físico, y es únicamente el cuerpo lo que duerme, y de ningún modo el hombre mismo. Si pudiéramos examinar, penetrando en él, un salvaje durmiendo, probablemente hallaríamos que estaba casi tan dormido como su cuerpo, porque tendría una escasísima conciencia en el vehículo astral de su pertenencia. Sería incapaz de separarse de las próximas inmediaciones donde durmiese su cuerpo físico, y si intentase hacerlo volvería sobre sí despertando con terror.
 
Si examinamos un hombre más civilizado, como por ejemplo uno de nosotros mismos, encontraremos una gran diferencia. En este caso el hombre, en su cuerpo astral. de ningún modo permanecerá inconsciente, sino pensando muy activamente. Sin embargo, podrá tener muy pocas más noticias de su vecindad que el salvaje, aunque no sea por la misma razón. El salvaje está incapacitado para ver, y el hombre civilizado está muy sobre su propio pensamiento por lo que no puede ver, aunque quiera. Tiene tras sí la inmemorial costumbre de una gran serie de existencias en las que no ha usado las facultades del astral, y así esas facultades, gradual y tardíamente, han desarrollado en él una costra, algo como un polluelo que vegeta en un huevo. Esa cáscara está compuesta de grandes masas de pensamientos egoístas, en los que de ordinario cae el hombre irremisiblemente. Todos aquellos que de un modo principal han llamado la atención de su mente durante la mayor parte de la vigilia, le continúan usualmente cuando cae dormido, y queda rodeado así de una valla hecha por él, por la que prácticamente nada conocerá de lo que pulula en lo exterior. De un modo ocasional, y muy raras veces, algún choque violento de lo externo, o algún fuerte deseo de su propio interior, puede desgarrar esa cortina de nieblas por un momento y permitirle recibir alguna impresión definida; pero aun entonces la cortina vuelve a unirse inmediatamente y el sueño seguirá como antes.
 
¿Podrá estar despierto?, se preguntará. Sí; lo que puede ocurrir en cuatro diferentes casos.
 
Primero: en el más remoto futuro, la lenta, pero segura, evolución del hombre disipará indudablemente de un modo gradual esa cortina de niebla. Segundo: el hombre mismo, conociendo las causas del hecho, puede por un firme y persistente esfuerzo despejar el camino de su íntima obscuridad y por grados vencer la inercia resultante de las edades inactivas. Puede resolverse antes de dormir a intentarlo cuando deje su cuerpo, despertar y ver algo. Esto es sencillamente una precipitación del proceso natural, y no habrá peligro si tal hombre ha desarrollado de un modo previo su razón y sus cualidades morales. Si éstos faltasen, podrá muy tristemente apenarse, pues corre el doble peligro de perder los poderes que ha adquirido y de morirse de pánico a la presencia de fuerzas que ni puede comprender ni detener. Tercero: en ocasiones, ha ocurrido por algún accidente o por el empleo de ilegítimas ceremonias mágicas, que el velo no ha podido cerrarse de nuevo. En tal caso el hombre ha quedado en esa terrible condición tan admirablemente descrita por M me. Blavatsky en su cuento Una vida encantada (3), o por lord Lytton en su magnífica novela Zanoni. Cuarto: algún amigo de los que conocen perfectamente al hombre y que le creen capaz de resistir los peligros del plano astral y de hacer desinteresada mente el bien, puede hacer caer aquella cáscara y gradualmente despertarle a tan altas posibilidades.
 
Pero no hará tal a menos de creerle absolutamente seguro, con ánimo, con devoción y en posesión de las cualidades necesarias para obrar bien. Si en todos esos particulares ha sido juzgado favorablemente. será invitado y ya podrá unirse a la hueste de protectores.
 
Por lo que se refiere a la obra que hacen semejantes protectores, he ofrecido muchísimos ejemplos de ella en la obrita que he escrito bajo el título de Protectores invisibles; no repetiré, pues aquellos casos ahora, pero sí indicaré principalmente las diversas suertes de obras que efectúan de un modo más principal. Es natural que haya una gran variedad de géneros y que muchísimas de ellas no se efectúan físicamente; sin embargo podemos referirlas a dos clases: actuaciones en los vivos y actuaciones en los muertos.
 
El proporcionar cohonorte y consuelo en la tristeza o en la enfermedad a un sujeto, es comparativamente una tarea facilísima para ellos, y uno puede estar así constantemente auxiliado sin saber por quien. Es lo que les pasa, con frecuencia, a las personas que experimentan una gran perplejidad y que a la noche se acuestan preocupadas con algún problema insoluble; en tal caso muchas veces pueden obtener una solución, o más bien ser ayudados por una decisión adecuada (4). Esto jamás se efectuará sugestionando o influyendo la mente de nadie; y no debemos pensar que el protector sea una especie de mesmerizador. Es muy fácil, también, que alguien imagine que el protector influye por un designio o un propósito deseado por él; pero eso sería violar uno de los más estrictos preceptos de su obra. Este caso puede presentársele al hombre que duda; pero aceptada esta opinión arguye a favor de lo contrario, pues aquél no deberá ejercer su poder aunque el hombre lo consienta hasta que se asegure que puede haber un desastre si su consejo no es aceptado. Pero hay muchísimos indagadores ardorosos que ansían realmente la luz, y el proporcionársela, como el disponerlos para que la produzcan, es uno de los más grandes placeres del protector. Las sugestiones pueden hacerlas, y constantemente las hace a escritores, predicadores, poetas, artistas, así para los asuntos que escogen, como para la manera de tratarlos, y desde luego sin ningún conocimiento de parte del recipiente o recipiendario de la fuente de su inspiración. Además, piensa ser así un perfecto compañero dando tales nuevas y originales ideas, pero a lo que no da importancia, pues ningún protector desea acreditarse por lo que hace. Si poseyese tal sentimiento de autoglorificación, inmediatamente quedaría excluido del rango de protector. Muchos en muchas ocasiones tienen como un protector a su lado, a un  predicador o a un escritor, y pueden tras su inclinación ampliar y más liberalmente ver un asunto que él previamente ha visto; y aunque a veces es imposible alcanzar este favor, con todo en muchos casos se logra algo de ello del plano físico.
 
Frecuentemente esfuérzanse en apaciguar las discordias, y efectúan una reconciliación entre aquellos que hace tiempo se separaron por diferencias de opiniones o de intereses. A veces les ha sido posible advertir a los hombres de algún grave peligro que amenazaba sobre sus cabezas para que lo evitasen, y han existido casos en que tales advertencias se hicieron hasta en vista de cosas puramente materiales; pero lo más general es que se den esos avisos sobre peligros morales. De un modo ocasional, y en contadísimos casos, les permite ofrecer un solemne aviso a uno que lleva una vida crapularia para devolverle así al buen camino.
Cuando saben también que ha de ocurrir en un tiempo un particular trastorno a un amigo, esfuérzanse en defenderle y le prestan fuerza y confortan.
 
En las grandes catástrofes, también con muchísima frecuencia, se hace mucho por aquellos cuyo trabajo no reconoce el mundo exterior. A veces permiten que una o dos personas se salven; y así ocurre que con motivo de una temible y espantosa destrucción oímos que alguien ha escapado de ella, estimándolo como un milagro.
 
Pero esto acontece sólo cuando entre los que están en peligro hay uno que no debe morir en el trance, uno que debe a la ley Divina lo que no ha de pagarse en esa forma. En la gran mayoría de los casos, todo aquel que puede, hace algún esfuerzo para comunicar fuerza y ánimo frente al acaecimiento, y entonces después de llamar las almas así que llegan al plano astral, son acogidos y asistidos luego.
 
Esto nos lleva a considerar una de las partes más grandes e interesantes de nuestro trabajo: la protección de los muertos. Pero antes que tratemos de ella, hemos de destruir las ideas erróneas y ordinariamente equívocas que hay acerca de la muerte y de la condición de los muertos. Los muertos no están muy lejos de nosotros, no han cambiado entera y repentinamente, y no se han trocado en ángeles o en demonios. Son justamente seres humanos, exactamente como lo fueron antes, ni mejores ni peores, y están aun más cerca de nosotros que en otro tiempo, siendo sensibles a nuestros sentimientos ya nuestros pensamientos. Hemos de procurar libertarnos de esa antigua y extraña ilusión por la que un muerto es algo sellado y que nada puede hacerse por él. Hay enteramente -por extraño que parezca - cientos de pueblos que realmente creen que pueden pensar y pedir por sus amigos mientras están en la vida; pero que en el momento que desaparecen, no sólo juzgan inútil, sino hasta malvado rogar por ellos y pensar en ellos cariñosamente. Parecerá increíble que un ser humano pueda mantener tan insana doctrina; pero es seguramente un hecho que aun hay en esta vigésima centuria quien se aferra a tan extraña superstición.
 
La verdad es exactamente lo contrario, pues precisamente cuando el hombre ha muerto, es cuando puede más fácilmente sentir y aprovecharse de los buenos y cariñosos pensamientos y oraciones de sus amigos. No tiene entonces el pesado cuerpo físico para exteriorizar su simpatía; pero vive en el cuerpo astral, que es el verdadero vehículo de la emoción, y así siente todo contacto e instantáneamente le contesta. Así es cómo irresistiblemente apénase el muerto cuanto se daña el egoísta. El muerto siente toda emoción que pasa por el corazón de sus amados, y si ellos se entregan desconsideradamente a la pena, lo que produce una correspondiente bruma de depresión sobre él, dificultan su estado que debían sus amigos haber comprendido mejor.
 
Hay también muchos auxilios que pueden suministrarse al muerto en diferentes respectos.
 
Primeramente, muchos de ellos, por no decir la mayor parte de los mismos, necesitan una explicación respecto del nuevo mundo en que se encuentran. Su religión debió haberles instruído sobre el caso y sus nuevas condiciones de vida; pero en la inmensa mayoría de los casos no se dice nada sobre el particular. Las horrendas falsedades extendidas tan industriosamente.
 
Respecto al fuego eterno y otros horrores teológicos, hacen tanto perjuicio sobre el otro lado del sepulcro como sobre éste, y eso que, por supuesto, en este plano hay muchas vidas condenadas. Pues una vez más, aunque a una persona razonable le parezca increíble, hay pueblos que creen en ese grotesco y cruel absurdo.
 
Creen que a menos de ser sobrehumanamente buenos (y realizan lo contrario) están amenazados de un fuego futuro, y con frecuencia son también tan imposibles las condiciones de fe para alcanzar la “salvación”, que ninguno está seguro de haberlas llenado cumplidamente. Por esto ocurre que muchos de ellos se encuentran bajo una gran inquietud y que otros lo están, bajo un positivo terror. Necesitan ser auxiliados y confortados, pues cuando encuentran el terrible fantasma que ellos y sus antecesoreshan engendrado tras los tiempos - ideas de un demonio personal y de una horrible y cruel deidad -, quedan reducidos a un lamentable estado de miedo, que no sólo es excesivamente terrible, sino muy malo para su evolución; lo que naturalmente cuesta mucho tiempo y trabajo al protector para ponerle en una comprensión más razonable.
 
Hay hombres a quienes esta entrada en una nueva vida parece que les da por primera vez una ocasión para verse a sí mismos como realmente son, y algunos de ellos se llenan entonces de remordimientos. Aquí otra vez los servicios del protector necesitan explicarse, pues lo que ha pasado ha pasado y el único efectivo arrepentimiento es resolverse a hacer nada más que esta cosa: que todo lo que ha podido hacer no se ha perdido para el alma; pero que debe empezar, desde luego, a buscarse a sí mismo y esforzarse en vivir la verdadera vida para lo futuro. Algunos de ellos se apegan apasionadamente a la tierra donde todos sus pensamientos e intereses se han fijado, y sufren mucho cuando la han perdido y suspiran por ella. Otros están aterrados por los pensamientos criminales que han cometido o por los deberes que han dejado incumplidos, mientras otros, a su vez, están acongojados por la situación de aquellos que han abandonado. Todos estos casos necesitan una explicación y a veces es también necesario para el protector guiar sus pasos sobre el plano físico con objeto de realizar los deseos del muerto, y así dejarle libre y franco el paso para más altos asuntos.
 
Los pueblos son muy inclinados a considerar la parte oscura del espiritualismo; pero no debemos olvidar nunca que han proporcionado una gran suma de bien en esta suerte de trabajo, dando a los muertos una oportuna intervención en sus negocios tras una súbita e inesperada partida.
 
Un hombre puede en ocasiones ser libertado de sus malas compañías, después de muerto, justamente como pudiera serlo durante su vida.
 
Hay hombres de todas clases, y los hay que, en vez de sentir remordimiento por sus malas acciones, se esfuerzan hasta en proseguirlas o continuarlas. El hombre que ha frecuentado los antros del vicio durante su vida, no es raro que continúe haciéndolo tras la pérdida de su cuerpo físico. Ahora bien: ciertas enseñanzas de toda suerte pueden suministrarse al muerto, que podrán ser de la mayor utilidad para él, no respecto de la vida que entonces vive, sino para el conjunto de sus existencias futuras. Sé cuanto resisten muchos a aceptar la realidad de la cosa, a comprender cómo los muertos están cerca de nosotros, y cuan completamente el protector puede hablar y comunicar con ellos como si fueran físicos aún. Muchas gentes lo creen imposible y nos piden pruebas de ello. Yo no sé cómo podemos obtener pruebas si no estudiamos este asunto por nosotros mismos, examinando pacientemente la evidencia, y últimamente desenvolviendo en nosotros el poder de ver y oír todo esto por nosotros mismos.
 
Aquellos de nosotros para quienes todo esto es un asunto de la experimentación diaria, apenas procuran argüir sobre ello. Si un ciego viene hacia nosotros y principalmente trata de persuadirnos de que no es tal cosa como la vemos y que si lo creemos se lo mostremos, sufriremos bajo su in fortuna da alucinación siendo deferentes, pues no trataremos ansiosamente de perder el tiempo contendiendo con él. Nosotros diríamos: Lo he visto y mi experimentación diaria me lo ha mostrado; a otros hombres, creyentes o no creyentes, no les ha afectado el hecho. Yo pienso que el escéptico a veces olvida que no hacemos prosélitos, y que si él no puede creer, nadie sino él es el que pierde.
 
Es un hecho, pues, el que pueden directamente suministrarse enseñanzas a un muerto.
 
El no podrá adquirir detalles de su próxima vida terrestre; pero podrá, sin embargo, almacenar conocimiento en su alma, así que cuando esté próximo a presentársele sobre el plano físico, podrá enseguida comprenderlo, e instintivamente reconocer lo que es verdad. Otro punto es el de la disponibilidad del cuerpo astral por el deseo elemental. No tengo tiempo ahora para entrar en detalles de este proceso; pero es uno que reborda el progreso del hombre en los estados post-mortem, y el protector puede mostrarle cómo vencerá esas dificultades.
 
Seguramente es un feliz pensamiento el que el tiempo de más necesario reposo para el cuerpo, no es necesariamente un período de inactividad para el verdadero hombre interior. En un tiempo creí que el espacio concedido al sueño se malgastaba lastimosamente; pero ahora comprendo que la Naturaleza no hace un despilfarro en sus labores, como el perder un tercio de la vida del hombre. Desde luego, se requieren ciertas condiciones para esta obra; pero las he indicado ya tan cuidadosamente al final de mi obra antes citada, que no necesito sino mencionarlas aquí:
 
  Se debe ser justísimo (one-pointed) y el trabajo de ayudar a los demás ha de ser el primero y principal deber de uno.
 
  Debemos tener sobre nosotros mismos un perfecto dominio; dominio sobre el temperamento y sobre los nervios. Nunca debemos guiarnos por las emociones, impidiendo que el trabajo se debilite gradualmente; sobrepongámonos al enojo y al miedo.
 
 3º Hemos de ser perfectamente serenos, tranquilos y complacientes. Los hombres sujetos a la desesperación y al cansancio son inútiles, pues una gran parte de su trabajo ha de ser cuidar y calmar a los demás, ¿y cómo podrían hacerlo los que constantemente se hallasen en un mar de excitaciones o cansados?
 
  El hombre debe tener ciencia, ha de tener ya instrucción, aquí bajo, en este plano, de todo lo que puede sobre el otro, pues él no ha de esperar que los hombres pierdan un tiempo precioso en enseñarle lo que debe haber adquirido por sí mismo.
 
  Debe ser perfectamente desinteresado. Ha de estar por encima de los sentimientos disparatados y malsanos. No ha de pensar en sí propio, sino en el trabajo que hace; así es que deberá alegrarse
cumpliendo los más humildes deberes. sin arrogancia ni envidia.
 
   Le debe rebosar de amor el corazón. No será un sentimentalista, pero sentirá el intenso deseo de servir, de ser como el canal por el que el amor de Dios, como la paz de Este mismo, pase inteligentemente al hombre.
 
Se puede pensar que éste es un modelo imposible; pero por lo contrario es accesible a cualquier hombre. Hará falta tiempo para ello; pero seguramente será un tiempo bien empleado. No nos separemos descorazonados, antes más bien pongámonos al trabajo ahora mismo, y esforcémonos en ser aptos para esta gloriosa empresa, y mientras la ejecutamos no debemos estar ociosos, sino esforzarnos en conducir una parte del trabajo a lo largo de sus líneas. Cada uno conoce algún caso de pena o de aflicción, sea entre vivos o entre muertos, no importa; si conocéis uno, pues, fijadlo en vuestra mente cuando caigáis en el sueño y resolveos a ir hacia esa persona, cuando estéis libre de vuestro cuerpo, y empeñaos en confortarla. No podréis tener conciencia del resultado, no podréis recordar nada a la mañana siguiente, pero a buen seguro que vuestra resolución no será estéril, y que recordéis o no lo que habéis hecho, será muy cierto que habéis hecho algo. Algún día, más tarde o más temprano, se evidenciará que habéis obtenido un éxito. Recordad que así como ayudemos seremos ayudados; recordad que desde lo más bajo a lo más elevado estamos todos incluidos en una larga cadena de mutuos servicios, y que aunque estamos sobre el peldaño más bajo de la escala, llega desde esta tierra de niebla, a las regiones donde sempiternamente brilla la luz de Dios.
 
 
 

NOTAS

 
(1) Un caso más reciente, entre nosotros, es el de San Narciso en Gerona en el siglo XIX  (N. del T.)
(2) Entre nosotros hay un libro famoso, y más citado que leído, que trata de este asunto. Es el compuesto en Madrid; en 1677 por Fray Antonio Fuente Lapeña, bajo el titulo de
El ente dilucidado, donde se dice que el duende «es un animal invisible secundum quid o casi invisible, trasteador».- Sección 4ª, subsección 5ª  (N. del T.)
(3) Véase Sophia, revista teosófica, año II, 1894. (N. del T.)
(4) En nuestro saber popular existe el prudente y oculto consejo que dice: “Consúltalo con la almohada». (N. del T.)


 
Este librito fue editado originalmente por la Biblioteca Orientalista de Ramón Maynadé (1914) junto con otros dos títulos: “Los protectores invisibles” y “En el crepúsculo”.

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